Si preguntamos por el plato andaluz por excelencia, seguro que muchos coincidiréis en el gazpacho y, efectivamente, de él trata esta merecida entrada en el blog. Por su frescura, por su carga de vitaminas, por su versatilidad y por ser nuestra receta más internacional, dedicamos estas líneas a saber un poco más de este plato de origen incierto (aunque tradicionalmente se ha situado en el interior de Andalucía) que no puede faltar en la carta de ningún establecimiento de hostelería.
Pese a no estar demostrado, hay autores que sitúan su origen en Sevilla. Lo que sí parece estar claro es que ya se encuentran referencias a él en el recetario romano y también en la Biblia, de donde se deduce que, en un principio, el gazpacho no llevaba verduras y se reducía a una mezcla de pan remojado en agua, vinagre y aceite a la que, ocasionalmente, podían añadirse ajo o almendras.
Esta receta es la que se consumía en la España del siglo VIII y formó parte durante siglos de la dieta básica de los agricultores y campesinos del sur, que tenían en él alimento suficiente para afrontar la jornada de trabajo al sol.
Después vendría la incorporación de las hortalizas: el gazpacho se tiñó de rojo con la llegada del tomate y el pimiento de América y, ya en el siglo XIX, se popularizó también entre la clase burguesa. De hecho, su fama en Francia se atribuye a la granadina Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, que lo adoptó en sus celebraciones palaciegas en el país galo.
Desde entonces hasta hoy, hay casi tantos gazpachos como manos los preparan y, a lo largo de los años, han surgido múltiples versiones, como el ajoblanco o el salmorejo.
En un plato tan sencillo como este la materia prima juega un papel fundamental. El tomate, el pimiento, el pepino y el aceite de oliva virgen extra son los grandes protagonistas. Además, al tomarse en crudo, el gazpacho mantiene intactas las cualidades nutricionales y organolépticas de todos ellos. ¿Qué más se puede pedir?