Ni que decir tiene que desde el comienzo de su historia, en la Edad Antigua, la ciudad de Sevilla ha pasado por distintos momentos, unos gloriosos (como ocurrió tras el Descubrimiento de América) y otros todo lo contrario. Entre estos últimos cabe destacar como especialmente oscuro el capítulo del XVII protagonizado por la peste negra que asoló la ciudad en 1649.
En esas estaba la ciudad y su mermada población (pasó de tener 130.000 a 70.000 habitantes), recuperándose de los últimos coletazos este episodio cuando nacía El Rinconcillo.
Escarbando un poco en la historia de la ciudad, nos encontramos con que 1670 formó parte de una época de resurgimiento marcada por el espíritu contrarreformista, que transformó a Sevilla en una ciudad-convento. De hecho, solo un año después, contaba un total de 45 monasterios de frailes y 28 conventos femeninos entre los que se encontraban las órdenes más importantes (franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas).
Fue también en 1670 cuando se funda la Real Maestranza de Caballería de Sevilla de la mano de un grupo de nobles locales, concretamente 32 caballeros, con la intención de adiestrar a la nobleza en las armas, la práctica ecuestre de carácter bélico al servicio de la corona española y la capacitación de oficiales para el ejército. Pero no fue hasta 1730 cuando el monarca Felipe V le concedió el título de real y le otorgó permiso para celebrar corridas de toros. Desde entonces, era un signo de distinción formar parte de esta maestranza.
En el plano religioso, también encontramos varios hitos, como la fundación de la Hermandad del Calvario, el traslado de la Hermandad de las Tres Caídas a su sede actual en San Isidoro o la procesión de la Hermandad del Buen Fin hasta la catedral en la tarde del Miércoles Santo.
Por entonces aterriza también en la ciudad Leonardo de Figueroa, el arquitecto que revitalizó la arquitectura de la ciudad con obras como la culminación del Palacio de San Telmo, la iglesia de San Luis de los Franceses, la capilla sacramental de nuestra vecina Iglesia de Santa Catalina o su intervención en la Iglesia del Salvador.
De esta época datan un número importante de iglesias, retablos y muchas de las imágenes y pasos de la Semana Santa de la ciudad gracias a nombres como Martínez Montañés y Juan de Mesa.
También la pintura vivía una época dorada con Valdés Leal, Zurbarán y, cómo no, Murillo que en 1670 finalizaba su serie pictórica más ambiciosa: el ciclo que realizó para el convento de los Capuchinos, del que pudimos disfrutar hasta el pasado 1 de abril en el Museo de Bellas Artes. Como ya apuntamos en otra entrada en el blog, no sabemos si acudió a la barra de El Rinconcillo a celebrar la culminación de tamaña obra…
Fuente imágenes: Maestranza, Paul Hermans; Palacio de San Telmo, José Luis Filpo Cabana; Piedad de Murillo.